lunes, 26 de febrero de 2018

Escindida

Debería aprender a unir
cabeza y corazón,
tal vez vía el esófago.
Gritar un “te quiero” que salga de ambos.
Las emociones no son ni buenas ni malas:
son como muelas.
Pobres aquellos a los que nunca les brotan los sentimientos,
que atan con el piolín de un balero
cada latir
y todo insomnio.
Quiero vivir como las hojas al viento,
como una parada espontánea
en un puesto de medialunas recién horneadas.
Como un vino más dulce de lo que esperaba. 
Quién dice que no puedo ser
como la pared a la que se adhirieron mil afiches
y ahora escoge el suyo.
Quiero tener las mejillas encendidas
y ser como un supermercado
que solo vende segundas y terceras marcas.
O un auto de 1940
en plena Buenos Aires con pantallas gigantes.
Tengo que fluir
sin decir “tengo que”.
Tirarme de un escalera alta
y matarme un poco
(de risa, de llanto, de no sé qué)
Porque tengo muchos no sé,
que quiero llenar con no sés
y no, amiga,
bancátela.
Bancate la incertidumbre sin que te duela,
la juguetería sin muñequitos en exposición,
la góndola vacía.
Decile “¡qué hijo de puta!” al colectivero
en vez de querer romperle el vidrio.
Y si sos espontánea y te sale mal,
y bueno, lo intentaste.
Y si saltaste el charco en plena lluvia,
y bueno, lo sentiste.
¿Cuándo vas a dejar que el semáforo se ponga en verde
y abandonarás ese amarillo de alerta debajo de la cama?
Escrito el 16/02/2018
Dibujo realizado por Agustina Zavattaro.



domingo, 11 de febrero de 2018

Patear el tablero

Hoy elijo patear el tablero.
Transformar todas las certezas
en preguntas.
Si en realidad, lo único seguro
en esta vida
es que un dia vamos a morir.
Prefiero lanzar los dados
Y jugar a la generala en cada paso que doy.
A veces voy a perder
y eso no me hace débil,
me hace humana.
Me hace tan vulnerable
como somos todos en el fondo.
Una cosa son los asuntos de la cabeza
y otra cosa, los asuntos del corazón
y está bien patear los tableros de ambos.
Quiero saltar la soga cada vez más alto
Y que en el pato ñato sea siempre el pato.
Tal vez hace falta ir contra una pared
a doscientos kilómetros por hora
porque a veces solo se puede hacer,
si primero algo se rompe,
como una vasija que se transforma en florero
con apliques de mariposas de plástico
y pequeños mosaicos adheribles.
A veces hay que mirar la hiancia y bancársela,
aguantar la respiración contando un, dos, tres  
y después lanzarse al mar de la nada
(que está tan repleto de todo)
y decir "pucha, che",
unas veinte veces,
hasta que sane.
Hasta que el dolor sea un trampolín,
una cama elástica sin límite,
unas caderas moviéndose al ritmo del baile
a las doce de la noche,
bajo las estrellas.



Foto tomada por mí el 11/02/2018.